MASACRE DE ZAFRA
Noche del 7 de agosto de 1936. Las tropas
rebeldes se encontraban a pocos kilómetros de Zafra (Badajoz). Habían tomado el
pueblo más cercano, Los Santos de Maimona, en la carretera general entre
Sevilla y Badajoz, tras haber machacado con el bombardeo de la aviación a los
milicianos de Puigdéndolas. Con cerca de 300 bajas, su entusiasmo y su arrojo
no habían sido suficientes para frenar a unas tropas experimentadas en el
combate.
Zafra estaba aterrorizada ya que la gente sabía
ya de la “limpieza” que estaban realizando Asensio y Castejón en las
poblaciones tomadas por sus columnas mixtas de legionarios, regulares y
“moros”.
El alcalde socialista, José González Barrero, que
había arriesgado su vida al oponerse a que los presos de derechas del pueblo
fueran asesinados, estaba preparando la evacuación de la población. Aún estaba
lejos de saber que, años más tarde, sería asesinado por aquellos que habían
conservado la vida gracias a él.
Con la primera luz del día, dos coches blindados
avanzaron hacia Zafra; uno llevaba pintado en el capó un corazón de Jesús y el
otro la cara de Azaña con dos cuernos, y eran seguidos por soldados rebeldes y
legionarios capitaneados por el comandante Antonio Castejón.
Este militar africanista, ya se había ganado una
justa fama de sanguinario en la represión de los barrios obreros de Triana y de
la Macarena en Sevilla, así como también en la “liberación” de bastantes
poblaciones de los alrededores de la capital andaluza, como Alcalá de Guadaira
y Arahal entre otras, llegando hasta Puente Genil en la provincia de Córdoba.
Especialmente dura fue la represión que encabezó
en esta población cordobesa. Tras ser tomada gracias al bombardeo de la
aviación y a la desproporcionada superioridad numérica y de preparación de las
tropas al mando de Castejón, éstas procedieron a fusilar a todos los hombres
que encontraban en las calles, en sus casas, en cualquier lugar… La matanza fue
horrorosa. Varios cientos de personas fueron fusiladas ese mismo día. Algunas
fuentes estiman que fueron más de mil.
Así cumplía Castejón las órdenes de Queipo de
Llano que ya había preparado el camino de la masacre con su discurso del 23 de
julio en Radio Sevilla:
“Estamos decididos a aplicar la ley con
firmeza inexorable: ¡Morón, Utrera, Puente Genil, Castro del Río, id preparando
sepulturas! Yo os autorizo a matar como a un perro a cualquiera que se atreva a
ejercer coacción ante vosotros; que si lo hiciereis así, quedaréis exentos de
toda responsabilidad”.
No es extraño pues que, con estos antecedentes,
la columna de Castejón avanzase hacia Zafra pensando que iba a ser un nuevo
paseo militar, como así fue en realidad. Entraron en la población sin ninguna
oposición y, tras liberar a los presos de derechas, formó con ellos una nueva
Comisión Gestora en el ayuntamiento, tal como habían hecho en otras poblaciones
ya tomadas.
A las 12 del mediodía, la columna de Castejón se
preparó para dejar Zafra. Los militares abandonaron la localidad por la misma
carretera por donde habían entrado siete horas antes. Los seguía una larga
hilera de 48 reos.
Una vez en las afueras, comenzaron los
fusilamientos: los mataron en grupos de siete, de modo que el resto de los
detenidos veía lo que les esperaba. A cada trecho fusilaban un grupo y la
carretera que une Zafra con Los Santos de Maimona quedó sembrada de cadáveres.
Mientras, en Zafra continuaba la represión, ahora
a cargo de la nueva Junta Gestora nombrada a dedo por los militares. En los
primeros meses de ocupación, eliminaron a más de 200 personas en un pueblo de
7.000 habitantes, caracterizado por no haber tenido ni una sola víctima de
derechas durante la Segunda República. Hay evidencias de que, en su mayor
parte, la represión fue encomendada a la Falange.
Todos estos asesinatos contaban, como no podía
ser de otro modo, con la bendición apostólica de una iglesia que desde el
principio se declaró a favor de los golpistas prestándoles con entusiasmo todo
su apoyo moral, ideológico, material y humano. Éste último se personifica, en
el caso de Zafra, en la figura del “padre” Juan Galán Bermejo que, al contrario
que su compañero Daniel Gómez, que hizo lo que estuvo en su mano para reducir
la lista de los fusilados, se encargaba de señalar a los que iban a ser
ajusticiados, llegando incluso a realizar el “trabajo” personalmente.
Las columnas de Castejón, de Asensio y de Tella.,
todos ellos a las órdenes de Yagüe y, en última instancia de Franco y de Queipo
en Sevilla, continuaron su implacable avance hacia Madrid.
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